Enseñar, educar, transmitir, guiar, modelar… todos estos verbos podrían ser aplicables a las funciones que a cualquier docente se le atribuye.
Seguro que nadie pone en duda la importancia que los profesores, en cualquier etapa vital, tienen en el desarrollo de cada persona, convirtiéndose en figuras de referencia y modelos a imitar, considerando el tiempo que se pasa con muchos de ellos y ellas.
En las últimas décadas, partiendo justamente de esta relevancia que tiene la Educación en el Aula –siempre sabida, pero no siempre valorada-, se están incorporando nuevos elementos para hacer de la educación una vía eficaz y efectiva, en pos de favorecer la formación de las personas.
Así, se habla de las aportaciones desde la Tecnología, con el uso de material electrónico, tipo portátil, tablet, pizarra electrónica, etc., con la intención de favorecer la motivación y el aprendizaje más completo para el alumnado.
Igualmente, se presentan actividades formativas orientadas a los propios docentes, aportándole herramientas pedagógicas que les permita organizar, planificar e impartir sus clases de manera más amena y práctica, de tal forma que se innove su metodología.
No se queda atrás el apartado de los padres, favoreciéndoles el contacto directo con los docentes, e implicándolos cada vez más en diferentes actividades propias del mundo escolar, con el mismo objetivo: Enriquecer la educación que sus hijos reciben en las aulas.
Difícilmente encontraríamos a una persona que se opusiera a estas iniciativas, que tienen una clara intención favorecedora de mejorar la educación en todos sus parámetros.
Sin embargo, como psicólogo experto en salud, echo a faltar una cuestión que considero de especial importancia para que todo esto sirva para lograr finalmente aquello que se busca. En concreto me refiero a la salud emocional de los profesores.
Suena a tópico, más viniendo de un psicólogo clínico, pero todo esto podría quedar en casi nada si no nos ocupamos de ayudar a los docentes para que tengan una estabilidad emocional que les permita ser productivos en su desempeño profesional.
La comparativa podría venir si pensamos en una central nuclear, por ejemplo. ¿De qué serviría que ésta estuviera dotada de los medios de seguridad más importantes y novedosos, si estuviera gestionada por personas con un desajuste emocional importante?
Se correría un alto riesgo de que algunos de esos trabajadores de esa central nuclear tocase el botón inadecuado, es decir, tomará alguna decisión con consecuencias importantes, tanto para sí mismo como para otras muchas personas.
En el mundo de la docencia que nos ocupa, este ajuste de las emociones es –si cabe- más importante que en otras muchas áreas profesionales, dada la enorme influencia que tienen los docentes sobre su alumnado y las consecuencias de ello para el futuro.
Este desajuste del que hablamos, está estudiado por la Psicología Clínica, a fin de proponer medidas que eviten a los docentes padecer lo que se conoce como el Síndrome de Burnout, del que muchos no han oído hablar ni saben cómo evitar o afrontar, lo cual lo hace incluso más peligroso, por su desconocimiento.
Este síndrome recoge un cuadro que se desarrolla en varias fases, con síntomas tanto físicos, psicológicos y sociales, que pueden tener consecuencias importantes para la persona afectada y su entorno, tanto privado como laboral
El asunto se torna tan grave, que nos es extraño encontramos expertos en educación envueltos en problemas adictivos, en conflictos de pareja o en trastornos del estado de ánimo, todo reconocible dentro del síndrome antes referido.
Erróneamente se cree que la motivación, el compromiso y la responsabilidad les protegerá de forma permanente de padecer este cuadro. La realidad es otra, siendo muchos los profesores que acuden a recibir ayuda profesional, en forma de psicoterapia y/o psicofarmacología, para continuar con su labor o llevarla lo mejor que puedan.
Podemos decir que en este sentido se olvida un punto esencial del triángulo que componen: Padres, Instituciones y Profesores. Si estos últimos, responsables de transmitir una parte importante de los conocimientos al alumnado, no tiene una base emocional estable y equilibrada, da igual que pongamos en sus manos las mejores técnicas educativas, los medios tecnológicos más avanzados o las actividades formativas más novedosas.
No podemos ni debemos dejar en manos de la automotivación o el deber profesional, este equilibrio emocional del que estamos hablando. Sería de enorme interés invertir en este apartado, buscando así optimizar todos los recursos que se le proporciona a este colectivo tan cargado de responsabilidad.
Si encontramos la forma de enseñar a los “enseñantes” a gestionar correctamente sus emociones, estaremos haciendo mucho por avanzar en la Educación, comenzando por una figura básica en todo el proceso y de cuyo estado emocional va a depender buena parte de la transmisión que realicen, tanto a nivel de las aptitudes como de las actitudes.
Con esto no estoy promoviendo incluir una valoración psicológica en la fase previa a la contratación de un profesor, sea un puesto público o privado, pero sí ser más conscientes de que no sólo la vocación y los medios a su alcance les aportarán ese ajuste emocional referido.
Sería de gran ayuda crear un apartado, dentro de la planificación orientada a mejorar las capacidades del docente, en el que EL MUNDO EMOCIONAL tuviera un papel esencial, logrando así -además- que los propios profesores transmitieran estos recursos a sus alumnos, dentro del papel de ”Educación Global” que se les pide.
Manuel Salgado Fernández
Psicólogo Clínico y de la Salud.
Profesor Aula de la Experiencia. U. de Sevilla, U. Pablo de Olavide, U. de Huelva (España)