Siempre con nosotros el cantaor Miguel Vargas. Y su peña paradeña que no lo olvida...
Enhorabuena por tantas y tan buenas actividades como veis en la convocatoria.
Apreciado por aficionados, artistas y críticos, como el gran Emilio Jiménez Díaz, cuyas palabras del prólogo de mi libro dedicado a Miguel os dejo:
UN LIBRO POR DERECHO Y DE JUSTICIA
Todos los que tuvimos la inmensa suerte de conocer en profundidad a Miguel Vargas, debemos estar hoy agradecidos a José Cenizo Jiménez por habernos acercado al gran cantaor desde distintas perspectivas tras haberlo sometido, a él y a su obra, al más riguroso -y amoroso- análisis.
Miguel, con alma de niño en corpachón de gigante, bien se merecía, desde hace mucho tiempo, que se le tratase seriamente como el artista serio, clásico y profundo que fue y aún sigue siendo a través de su cuidada discografía.
Sus años sudorosos de campesino andaluz lo hicieron recio para los cantes grandes, aquellos que sólo suelen entender y sentir unos pocos aficionados amantes de la liturgia de lo hondo. Andalucía lo sabe y Miguel lo sabía. De ahí que sus escalofriantes seguiriyas, como las de la Bienal de 1980, nos hiriesen a todos como un estilete afilado en los pedregales de nuestra tierra y que sus soleares nos hiciesen sentir en lo más profundo del alma la arrastrada pena de sus tercios.
Allá por 1991, en aquellos famosos “Ciclos de El Monte”, tuve la gran oportunidad de recorrer muchos pueblos de la provincia con él, Emilio Cabello y Manuel de Palma y contemplar cada noche, en los íntimos habitáculos de las peñas y entidades flamencas, cómo Miguel, en la línea más clásica y ortodoxa, en la difícil línea de la pureza que nos legaron los grandes maestros, daba una lección magistral que jamás olvidarán los aficionados que tuvieron la inmensa suerte de degustar momentos irrepetibles.
Miguel era muy serio para su profesión, pero más seria y fuerte era su vocación y entrega con el propio cante. Recuerdo que, en los pequeños camerinos donde nos cambiábamos y él hacía voz, se ponía como un flan antes de que los cuatro subiésemos al escenario. Cuando yo me metía con él por estos nervios, siempre me decía lo mismo desde la torre humana de su gran cuerpo: - Mira, hijo mío, es que esto es muy difícil…; difícil para él que estaba acostumbrado a subir a los escenarios de medio mundo. Su enorme y aquilatada responsabilidad era lo que le hacía sentirse nervioso tanto en el pequeño tablao de una peña como en los gigantescos de los más famosos teatros. Él concebía el cante como una auténtica religión y, por eso, a pesar de su ausencia, aún todos comulgamos con el recuerdo de su cante viril y con el ejemplo -tan escaso hoy- de una entrega cabal y sin límites.
José Cenizo Jiménez, aficionado, letrista, escritor y profesor, que tanto y tan bien ha trabajo en la difícil labor de la didáctica flamenca desde revistas especializadas y publicaciones -que no quiero repetir aquí porque vienen en la solapa de este nuevo libro-, lleva muchos años trabajando fuerte para que se conociese a su paisano de querencia en la más absoluta integridad: las vivencias que conforman su biografía, su bonhomía, el cariño que le tuvieron todos los que gozaron la suerte de conocerlo de cerca, la poética que generó su vida, su obra y su muerte, pero, además, en su más exigente profundidad: el estudio analítico de su obra discográfica, los aspectos poéticos de sus cantes y su clasicismo desde el prisma de la actualidad.
El mundo del Flamenco siempre tendrá que estar agradecido al autor por haber ganado parte de su escaso tiempo dedicándolo a uno de los cantaores más importantes de la historia musical flamenca del pasado siglo. Miguel tuvo la mala suerte de morir muy joven, en plena granazón, cuando sus cantes eran más necesarios en un territorio de “ismos” y tantas confusiones. Pero su obra no ha caído en tierra yerma y por eso ahora disfrutamos de nuevo con poder revivirlo en estas páginas, con volver a reencontrarnos con él después de tantos años; a gozar, a través de la palabra escrita, de su cante, su gesto y su enorme y contrastada humanidad.
Miguel Vargas, por mor del cariño inmenso que le profesó José Cenizo Jiménez, está hoy aquí por derecho, por ese derecho que conquistó, pasito a paso y sin grandes aspavientos, a lo largo de su vida artística. Pero también está aquí, ya para siempre, entre las páginas de este analítico y, a la vez, hermoso libro, porque era de justicia que quien tanto laboró en silencios a favor del mejor cante tenga ahora el aplauso total, largo, efusivo, perenne y emocionado de una afición, tan seria y cabal como él, que nunca lo olvidará.
Emilio Jiménez Díaz