Desplazada del centro de atención del público por la actual avalancha de estímulos audiovisuales, la imagen cinematográfica puede erigirse todavía como espacio fronterizo privilegiado, una grieta, más que una ventana, cesura fértil a través de la que vislumbrar el misterio fundacional de la imagen en movimiento: su carácter fantasmagórico. El cine se nutre de las sombras y captura como ningún otro arte la condición de mortales. Ni mentira analgésica ni retrato fidedigno de un supuesto mundo exterior, el cine del que trata este ensayo se acerca más a un sueño lúcido, aquel lo suficientemente autoconsciente como para no desactivar el espíritu crítico, pero también lo bastante evocador como para seguir fascinando al espectador. El cine (el buen cine) solo persistirá si se mantiene más fiel que nunca a esta esencia.