Por Ángel Gabilondo
La muerte nos provoca un miedo que no puede ignorarse, pero sí enfrentarse desde los mejores afectos. Enfrentarse desde el amor, pues solo se comprende la muerte por la pérdida de quien no admite ser sustituido. Y enfrentar también la muerte desde la pasión por no ser siervos de nada ni nadie, sino creadores de la belleza de la propia vida, una belleza inseparable de la de nosotros mismos como sus creadores.
Una belleza que nace del asombro ante el mundo por lo que tiene de infinito y misterioso. Tal asombro puede resultar a ratos pavoroso, en cuanto nos hace conscientes de nuestra fragilidad efímera y finita. Pero es un pavor que, circularmente, nos reclama amor, nos reclama la amistad entre mortales.
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