De la escritora Olalla Castro
Los sonidos del barro persiste en la propuesta abierta por La vida en los ramajes, el primer poemario de Olalla Castro (que obtuvo el Premio Nacional Miguel Hernández), en lo que se refiere a la indagación de la voz poética en los mezquinos mecanismos del poder y en la búsqueda de distintas formas de resistencia, en el empeño en huir del centro y permanecer en los márgenes, en la periferia del sistema. Sin embargo, Los sonidos del barro elabora todo un imaginario propio (el campo semántico del sonido y la música, los espacios de reclusión -cárceles, campos de concentración-, las bestias, los pinchos, las agujas, la broza, todo aquello que hiere...), dibuja un paisaje mucho más desolador.
El libro se divide en cinco partes y tiene como hilo conductor el universo de los sonidos (la música, la palabra hablada, los ruidos, el balbuceo...) y su reverso (el silencio). A partir de ese leitmotiv, desarrolla una reflexión sobre la dialéctica amo/esclavo y una denuncia de la ruindad del poder. En la primera parte, titulada Onomatopeyas o cómo deslizarse entre el ruido y la palabra, se desarrolla un juego con la onomatopeya, concebida como entre-lugar, como espacio intermedio entre el sonido y la palabra, como algo que se sitúa entre la realidad material y la abstracción lingüística, que trata de devolver el lenguaje a sus orígenes (una serie de avisos y señales que imitaban los ruidos de la naturaleza). En la segunda parte, La música en las celdas, la dialéctica prisioneros/guardias se despliega en todo su horror. En una atmósfera opresiva, en espacios de reclusión y encierro, se desarrollan los macabros juegos de los guardias, para los que la humillación y el miedo de los reclusos son divertidos pasatiempos. Frente a las risas estridentes de los gendarmes, el silencio de los presos y su invención de pequeños códigos, de señales, de susurros que escapen a su férrea vigilancia. Y la conciencia de que, cuando nieva, a ambos lados de la alambrada que separa el mundo de los presos del de los guardias, la nieve es la misma. En la tercera parte del libro, El ruido de las bestias, esos guardias, ese poder omnímodo y terrible dispuesto a pisotearlo todo a su paso, se ha convertido ya en lo que siempre fue: algo inhumano, una bestia que emite ruidos espantosos. Esas bestias nos siguen tan de cerca, que incluso viven dentro de nosotros. La cuarta parte, Sonidos de los otros, indaga en los universos de otros escritores (Kafka, Alejandra Pizarnik, Marguerite Duràs o Robert Walser) con universos estéticos y éticos cercanos a los míos. Y, finalmente, en Del barro más allá de los sonidos, los sonidos, que han pasado de la música al ruido, enmudecen para explorar el silencio.