Con algo de atrevimiento, se ha asimilado la historia de la cultura occidental con la de la hipertrofia del yo. En tiempos recientes, esa hipertrofia se habría acelerado y democratizado. Sin embargo, el yo no existe sin el otro, sin la mirada del otro. Por eso, el escaparate permanente de las redes sociales que fomenta nuestro ego también lo hace depender de la aprobación de los demás, de los “me gusta” ajenos. Ese yo enorme y frágil a la vez no condiciona menos nuestras relaciones públicas que las íntimas e, incluso, que nuestro sentido de la identidad. La demanda de una versión del yo competente y deseable, como confirma la investigación científica, nos genera malestar y patologías emocionales.