IMPARTE: Carmen Camacho.
Lo primero es mirar, querer mirar, graduar la vista poética, adquirir, en palabras de Unamuno, «la mirada del bárbaro» para contemplar y asombrarnos cómo este se nos presenta entonces más real y distinto, más amplio, casi indecible, revelador. «Ciegos son aquellos que no ven lo invisible», decía Carlos Edmundo de Ory.
A partir de ello sucede, quizá, el decir, decir para ver. O mientras se dice se nos va revelando aquello que del todo no se vislumbraba. Tantear con palabras eso que hemos mirado con nuevos ojos, buscar las palabras que traigan aquí y ahora eso que hemos mirado y que tal vez no tenga nombre, que lo evoquemos y, por qué no, que incluso lo invoquemos, palabra a través. «Decir ventana y que entre el cielo», escribe el poeta José María Gómez Valero.
Así, ante nosotros, el mundo que al mirarlo con ojos otros, se transmuta y se nos presenta nuevo y casi por nombrar (tal vez para ello empleemos palabras viejas, o no). Y así, tras nuestras palabras, lo mirado quiere accionarse y ponerse en pie, en «un decir que es un hacer», como dijera Octavio Paz.
Entre tanto, pasan muchas cosas. Sucede, por ejemplo, la interiorización de esos elementos distintos que ahora hemos visto y vivido hasta «convertirse en sangre, mirada, gesto; y cuando ya no tienen nombre, ni se distinguen de nosotros, entonces puede suceder que, en un momento dado, brote de ellos la primera palabra de un verso», advertía Rilke.
Decir para ver y hacer ver. También recordar y pasar por el corazón de quienes nos leen; en palabras de Cernuda, «recuérdalo tú y recuérdalo a otros». Decía María Zambrano que un texto se publica para que alguien, uno o muchos, vivan de otro modo después de haberlo leído. O al menos –añado– que logre que vivamos de otra manera después de haberlo escrito. Ojalá.
Decir para ver. Porque la poesía sea, es, una forma otra de decir. Otra forma de mirar. «Una manera otra –sostenía José Viñals– de pensar». Vamos a ello.