No sería ningún disparate concebir el esqueleto humano como la desnudez de nuestra propia desnudez, la más extrema y definitiva que puedan exhibir unos cuerpos previamente despojados, no solo de cualquier atributo sensual sino de casi todo signo que recuerde la vida, si exceptuamos esa trabazón de huesos que un día le prestó su forma y su estructura