De JOSÉ ANTONIO JIMÉNEZ.

La obra pictórica que José Antonio Jiménez viene realizando desde sus comienzos a mediados de los años setenta del pasado siglo, siempre ha tenido connotaciones con los movimientos surgidos tras el nacimiento del cubismo en los primeros años del siglo XX y, principalmente, con las posteriores enseñanzas postcubistas de Vázque Díaz que tanto influyeron en nuestro país. Como el título de la muestra indica, Jiménez exhibe en esta ocasión (su tercera individual en esta galería), un conjunto de óleos con el olivo como protagonista y tema único. El crítico de arte Pérez Villén, comentaba en 1994 (con motivo de una muestra personal de este autor en este mismo espacio), que cualquier motivo confiere a su pintura un halo de ensoñación, como si de un espacio escenificado por el silencio se tratase... Pero que lo mejor llega cuando el elemento vegetal -sean arbustos, árboles o pasto- se transmuta en masa verde indiferenciada, logrando una plasticidad muy cercana a la abstracción. En este punto, dice, la pintura ya no entiende de referencias paisajísticas sino de planos, luces y sombras, ritmo y color, texturas y transparencias. En definitiva, la realidad esencializada en pintura. Esta misma descripción de Pérez Villén, tiene vigencia para su obra reciente y, por ello, para la muestra que comentamos. Ahora el autor, como todo creador, ha evolucionado; se encuentra en plena madurez artística, pero sus intereses plásticos siguen siendo los mismos, con la sola diferencia de la temática abordada en cada momento. En su larga trayectoria profesional, Jiménez ha cultivado casi todos los géneros de la pintura: la figura, el retrato, el bodegón y el paisaje. Pero con el que desde sus comienzos mejor se sintió identificado y casi nunca abandonó fue el olivo, inmerso éste, lógicamente, en su habitat natural del paisaje rural. Esta querencia por este árbol milenario, queda patente en sus últimos trabajos a él dedicados y que presenta de forma monográfica en la muestra que nos ocupa. El autor, nos muestra el olivo, bien en solitario o con sus congéneres, no de forma descriptiva sino que a través de un proceso de interiorización, la realidad es transformada de acuerdo a sus intereses creativos, a su poética personal, a su realidad. Y el resultado son imágenes de gran belleza, con elementales referencias figurativas, a base de manchas de color bien estructuradas, con una gama cromática en la que, obviamente, los verdes en sus múltiples tonalidades tienen el protagonismo, solamente interrumpido por los obscuros marrones de los gruesos pies que sustentan el árbol, los ocres del terreno que los acoge, y leves zonas de grises y suaves azules por donde se filtra la luz del horizonte. En resumen, un conjunto de obras con una acusada personalidad, a medio camino entre la figuración y la abstracción, de impecable composición y muy bien construidas, como si de masas escultóricas o arquitectónicas se tratara, con un resultado final de tal lirismo que al contemplarlas se experimenta una extraña sensación de paz, serenidad y quietud. La pintura de José Antonio Jiménez, evoca la consistencia y grandeza de Cezanne, el cubismo sintético y muy poético de Juan Gris, la metafísica y la mística casi franciscana de Morandi y, cómo no, el buen hacer formal, sobriedad en el color y magia de Vázquez Díaz.