FEDERICO MIRÓ
Federico Miró viaja con los nazarenos de Málaga al encuentro de los samurais de Kioto, desde su propia tierra e identidad a la comprensión del otro como sí mismo. Una misma trama nos envuelve a todos, a nosotros que transitamos con diferentes ropajes y en diferentes paisajes, que no son más que ropajes y paisajes al fin y al cabo. Pero es en esta síntesis estética del artista donde cobran una importancia antropológica, porque desplazan la mirada a lo esencial, a la norma, a las convenciones que regulan nuestras prácticas en ausencia de rostros individuales. Se pone a un lado como telón de fondo nuestra religación con la Naturaleza y al otro lado las telas étnicas.
Ya en su anterior proyecto, se había aproximado a la cultura japonesa, inspirándose en el artista del siglo XVIII Utagawa Hiroshige y sus series de ukiyo-e. Ahora ha sido “touché” por un cuadro entre las cientos de obras que vio en la exposición “Japón. Una historia de amor y guerra”. Se trata de una escena que relata la salida de Okaru de la casa de Kanpei y pertenece al escritor y pintor Keisai Eisen (1790-1848). Coincidencia curiosa: Keisai era tan samurai como Federico Miró nazareno. Y si vamos a la pintura “pintura” encontramos otra afinidad en el cruce de caminos.
Keisai fue colaborador del gran paisajista Utagawa Hiroshige. Volvemos así mágicamente al primer proyecto de Federico Miró inspirado en Japón. No sólo eso, de la escena representada por Keisai, Miró ha abstraído los personajes, transformando el pequeño cuadro en un gran políptico con una síntesis del paisaje original. El cambio de dimensiones nos sugiere un ejercicio de adentrarse imaginariamente en el lugar del otro a la vez que una indagación obsesiva en el color y la composición venidas de una mirada distinta. Sin embargo, el proceso de abstracción de Federico Miró y la descomposición entre misticismo-paisaje y rito-ropajes, mantienen elegantemente la distancia necesaria para comprender la trama del asunto.
Teresa Calbo