De CLARA LORCA
Te pones delante de un formato transparente y comienza la conexión. Te olvidas de tus preocupaciones mundanas, de la hora que es y de todo lo que existe de puertas para afuera de tu mente. Ahora estás dentro, atrapado en tu microcosmos, perteneces a ese mundo privilegiado donde sólo tú mandas, donde eres libre. Allí se empiezan a despertar estímulos dormidos en forma de gestos y acciones que provocan reacciones, igual que en la vida real. Pues el cuadro no es más que el trascurso de una vida, que muere cuando la pintura se para, y lo que queda, es lo que queda, lo vivido y lo pintado, nada más…
A veces no hay un porqué para pintar, simplemente fluyen las ideas, inducidas por un sentimiento invisible, inexplicable.
Como un demiurgo creador que organiza sus elementos, el cuadro comienza a moverse, toma vida, se expande en perpetuo y lento movimiento. Y tú solo diriges una enorme orquesta de posibilidades, en la que cada micro-acción genera un resultado diferente.
El caos reina y cosas que antes no existían comienzan a crearse del nada, gracias a las leyes naturales. Pues uno manda en el cuadro lo mismo que un humano en el mundo, lo justo. Estamos en manos de la física y de la química, la gravedad, el magnetismo, los caprichos de la naturaleza… y sobre todo de algo inexplicable: el sentimiento, sin el cual, el arte no tendría sentido.
La obra final es simplemente un camino bien ejecutado, un conjunto de decisiones, acertadas o no, que se tomaron en décimas de segundo atendiendo a la intuición y el subconsciente.