Una exposición de Enrique Rivas Vañó.
El paisaje se resquebraja como un cristal por la acción de las piedras pesadas de las miradas, que son arrojadas como proyectiles por las ballestas de las pestañas. La percepción envilece el entorno y lo hace suyo. Cada ojo rompe y descompone el paisaje creando un mosaico de perspectivas subjetivas porque somos demasiados; demasiados ojos a la vez. El paisaje se reduce a formas básicas, a colores sin comedimiento, a la visión de pájaro de los campos cultivados, de las colmenas urbanas, del amontonamiento sin contenido. En medio de la disgregación, la figura humana se alza como único motivo que aún fascina: toda teoría se desmorona ante un pecho, un ojo o un sexo. Rompe el paisaje y revende sus fragmentos como si cada uno contuviera a todos los demás, porque ha llegado la hora de disolverse, ojo con ojo, en la cacerola prometida de tonos pastel homogéneos. Porque el paisaje lo conforman los ojos que lo ven, pero también lo infectan de manera irreversible.