TRAVESÍAS DE ANTONIO BELMONTE
Los círculos del cielo, la línea del horizonte.
Los círculos del cielo de Belmonte trazan una misma línea del horizonte que, como nos
recordaba Antonio Tabucchi a propósito de Spinoza y el éxodo sefardí, está dentro de los ojos y
como lugar geométrico se mueve siempre con nosotros. Desde esos nueve cielos, del día y de la
noche, nebulosa y brújula entre la brisa y la tormenta, viajará quien los contemple al centro
mismo de su propio corazón, sintiéndolos. Difícil nos resultará aplicar a la pintura -y ya también a
la escultura- de Antonio, tras un largo camino de perfección, un análisis exclusivamente técnico,
que no haría más que abundar en su sabiduría artesanal, en su amplia fantasía o en su precisión
artística. Serán acrílicos sobre lienzo, paisajes ilusorios de técnica mixta, veladuras de óxido sobre
un volcán o unas ruinas. Y aún más, como ahora, con la encáustica que, desde el arte más antiguo
en las cavernas, eleva el cuadro hacia las formas de la escultura, intentando emerger de sus trazos
y colores, sobre la madera o el lienzo, en sensaciones desatadas, o mucho después, en pálido
fuego del recuerdo.
Pero lo que importa y conmueve al final, y al principio, de mirarlos, ya cielo derretido o
mar borrado, es la claridad poética de la inspiración, el salto -la tempestad y el impulso- de quien
lleva fraguado en el espíritu -o lo que sea esa experiencia larga y rica de vida- el deseo de
compartir y proponer captando el aire en sus notas cenicientas, la tierra en sus matices de azufre
desleído, de cobre difuso que, hacia la penúltima luz, es ya furtivo malva; anaranjado orto o
azafrán ocaso preferido que, hacia el cielo y en su destello púrpura, es solo amor, esa
“corporeidad mortal y rosa” donde “inventa su infinito”. Así, materia más allá de sus ceras y
pigmentos, la mirada, línea continua de Belmonte, nos despierta o adormece, nos incita o retrae,
nos sacude o acaricia. Se rebela además en figura que se atreve y conquista el lugar de quienes
miramos, cruzando el cuadro o la pared el milagro del arte, su serena pasión por abrazarnos. Para
encontrarnos de nuevo en su poética mirada, aquí nuestro horizonte, en oleaje dócil una nueva
realidad, nuestro rendido sueño.
Estandarte la noche, nublado sueño.
Noche que no acaba de caer mientras se asoma a un abismo de paz o incertidumbre. Se
levanta incluso, entre las ramas presentidas, el vértigo de observar la gracia con la que se derrama
el cielo o se agrietan los colores en su pausado resplandor. Buril preciso que ahora insiste o,
tiempo después, ya sólo pincelada, casi gesto, deja en la tarde del mundo una estela de armonía y
misterio, razón y enigma en la combustión justa con la que sentimos lo más genuino del arte.
Belmonte en estos mínimos paisajes del alma -o de lo que sea ese don de aventurar en tan poco,
15 x 25 cms., tanta belleza- nos conduce, como advierto en su última etapa (y como un actual
Virgilio que pintara) a la Divina Comedia de la existencia. En sus tres escalas de infierno,
purgatorio y paraíso, pero sin el orden categórico del florentino. En pura aleación de metáforas
plásticas o variaciones musicales sobre una furtiva lágrima o una insistente sonrisa, se desbarata
en su código cualquier abecedario.
No hay en sus cuadros relato ni discurso, ni trampas de la fe o del oficio. Sólo el ideal, “la
transparencia, Dios, la transparencia”, que se quisiera inefable -hasta místico a veces-, la
impresión personal y meditada, que se manifiesta segura, se ofrecen al espectador en esa alquimia
de lo que se admira y disfruta. Por placer por principio -por inteligente curiosidad después-, con
angustia quizás que sobrecoge y desasosiega, pero con la pureza y el brillo de un arte sin
contornos ni ataduras. Resuelta la experiencia del artista a través de los años en manual estético
ya suyo, es el cuadro o la escultura la expresión, ética también, de un nublado sueño: el estandarte
de la noche que no acaba de caer, pues permanece en la retina de quien observa su verdad y siente
su hermosura. Pura Libertad que la obra va buscando, “tan preciosa, que aun morir por vivir en
ella olvida”.
Otro sí digo: gocemos, pues, de esta nueva travesía del horizonte que nos señala un autor, cuyo
aquel viejo propósito de aprender para crear es ya exacto espejo invertido: es su creación la que
nos viene enseñando a mirar, y ver, mucho mejor. Y a ser mejores.
J.J. DÍAZ TRILLO