Muchos teóricos e historiadores del arte promulgaron la necesidad de eliminar cualquier indicio de narratividad para adscribirse al zeitgesit que debía marcar la creación contemporánea, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Esta tendencia defendió, de una manera un tanto radical, que la investigación plástica y la calidad artística se veían mermadas porque el lenguaje de la pintura quedaba supeditado a su dependencia de la palabra o la literatura. De un plumazo pareciera que la mayor parte de las expresiones figurativas con inspiración religiosa o mitológica era un arte sin concepto ni interés plástico.
Como cualquier recurso plástico, la narratividad ha sido un componente que ha tenido sus momentos de mayor o menor presencia. La práctica actual no es ajena a esa necesidad de contar historias y cuando me refiero a esto, no quiero decir que desde lo aparentemente estático de una pintura se deban manifestar claramente las divisiones tradicionales que ya enunció Aristóteles en su Poética, estructurando la narración en principio, nudo y desenlace. Muchos artistas, como es el caso de Ramón Muñoz (Puerto de Santa María, 1998), narran sucesos sirviéndose del lenguaje no verbal de la pintura. Dentro de las nuevas formas de narrar encontramos las tramas divididas en pantallas que derivan del ámbito de los videojuegos. Muñoz se nos presenta como una suerte de narrador omnisciente, es decir, está imbuido por los ambientes que representa y traza unas historias rizomáticas, en la línea en la que Deleuze y Guattari definiera este concepto y en las que cualquier elemento puede desencadenar otro. De ahí que los espacios y los personajes parezcan reiterarse o profundizar en sus propias historias o lo que se conoce en la jerga gamer, como lore, para referirse a los trasfondos de los personajes.
En el caso de Muñoz existen además otras transposiciones de los recursos plásticos de los video games a la pintura. Las figuras poseen una apariencia de avatar personalizado a través de la indumentaria, sexo o color del pelo. Comparten una misma tipología de rostro y resulta curioso la ausencia de la boca y la indefinición de los ojos. No hay interés por las expresiones extremas de risa o llanto. Una fisiognomía atemporal con ciertos aires policléticos para evidenciar las proporciones de las partes y que también nos pudieran recordar a autómatas, iconos bizantinos o incluso a naipes. En sus pantallas pintadas, la geometría tiene un valor designativo. La esencialidad de las formas sirve de escenografía para aludir a la idea de casa, árbol, nube o montaña.
Este universo representado no es una elección casual. Si lo relacionamos con el ámbito lingüístico, el trabajo de Muñoz posee un tipo de dicción que lo hace único y honesto. Cualidades de las que muchos artistas carecen y sacrifican su voz propia para acabar valiéndose del lip sync y lenguajes enlatados para “parecer” actuales. Las características que definen su manera de articular su lenguaje aluden a la esencialidad horizontal que producen los paisajes marítimos, a la arquitectura de adosados y al cegamiento ocular que produce el sol veraniego. En definitiva, son paisajes y personajes interiorizados a los que está acostumbrado ver y que representa de una manera u otra, a pesar de pasar de pantalla.