40 FESTIVAL DE MÚSICA ANTIGUA DE SEVILLA (FeMÀS)
Ritual
FESTIVAL MATINÉE
El silencio es condición indispensable para la aparición del sonido, para hacer habitable el verbo. Cuando el lenguaje no alcanzaba a expresar los más hondos abismos humanos, la música emergió como una vía privilegiada que nos ponía en contacto con lo mistérico, con el elemento trascendente de la realidad. Surgió entonces el rito musical, donde palabra y melodía se dan la mano para acceder a un espacio en el que se honra a los espíritus y a los dioses, donde se invoca a lo desconocido e incluso a lo prohibido. El rito es un ceremonial sagrado y protegido, un lugar simbólico donde los seres humanos se congregan para acceder a lo inmanifestado, a lo que gusta de ocultarse. La música es el corazón del rito, el latido que da vida e ilumina los ritmos de la ceremonia. Pero si el rito es el mapa, lo es porque también indica los límites, todo cuanto queda fuera de nuestro entendimiento. El rito es la entrada a lo misterioso, y la música, el vehículo que nos conduce a esa terra incognita. Por eso, la música acaba por ceder al imperio del silencio, y en él culmina su recorrido. La música es rito porque es el único lenguaje que nos devuelve a la condición de todo lo posible. La música es rito porque es el único lenguaje que nos habla de lo imposible.
Este ritual arranca de Hildegard von Bingen, una de las personalidades femeninas más fascinantes de la Edad Media. Esta mística alemana, proclamada Doctora de la Iglesia por Benedicto XVI en el año 2012, escribió obras teológicas, pero también poemas de diversa naturaleza, tratados de botánica y de medicina (no científica en el sentido moderno, obviamente) y participó en polémicas doctrinales y políticas. Nacida en una familia noble, acomodada, se comprometió con la reforma gregoriana, fundó monasterios y escribió música para sus cultos. Además de ser autora de una relevante obra de teatro musical (el Ordo virtutum) en 1158 terminó una colección de setenta y ocho piezas que tituló Symphonia armonie celestium revelationum (Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestes) y que reunía 43 antífonas, 18 responsorios, 4 himnos, 7 secuencias, 2 sinfonías, 1 aleluya, 1 kyrie y 1 pieza libre. La música de Hildegard es monódica, pero de gran singularidad por sus melismas y sus saltos interválicos que solían ser más amplios que los consagrados por la tradición de los cantos sacros.
El salto a György Kurtág puede entenderse como extravagante, pero es en realidad natural. Kurtág puede considerarse como un gran místico de la materia sonora en nuestro tiempo. El maestro húngaro asume con naturalidad la herencia de las formas breves, aforísticas de Anton Webern. En su obra, el fragmento adquiere naturaleza estructural: su pensamiento musical se articula a partir de unidades minúsculas que, sin perder nunca su carácter individual, crean, unidas a otras, significados más complejos. Con el tiempo, Kurtág fue incluso puliendo, desnudando aún más su música. Jelek, játékok és üzenetek (mejor conocida por su título en inglés, Signs, Games and Messages, o sea, Signos Juegos y Mensajes) es una colección que empezó a escribir en 1961 y aún mantiene abierta: se compone de miniaturas escritas para instrumentos de cuerda (violín, viola, violonchelo, contrabajo) bien en solitario o en diferentes combinaciones que representan a la perfección el estilo condensando y fragmentario de Kurtág: decir mucho con poco.
En este ritual, las obras violinísticas de Bach y Biber funcionan como pilares esenciales del discurso. De las Sonatas y partitas para violín solo de Bach, la Partita nº2 en re menor BWV 1004, es la más popular de la serie, en especial por su famosa chacona de cierre, en la que la musicóloga Helga Thoene ha querido ver un mensaje cifrado, que no sería otra cosa que un lamento (el tombeau típico de los laudistas y clavecinistas franceses del siglo XVII) por la muerte de María Bárbara, primera esposa del compositor, en julio de 1720. La obra es por completo imponente. Se compone de las cuatro danzas de la suite clásica a las que se añade la chacona, cuya duración casi iguala la del resto de la partitura. Escritas prácticamente para una sola voz y dominadas por los aspectos puramente rítmicos, Allemande y Courante son notablemente austeras, pero en la Sarabande las dobles cuerdas y la ardiente intensidad anuncian ya la Chaconne final que, siguiendo a una Gigue de naturaleza casi homofónica y creciente impulso rítmico, se constituye, con sus 257 compases, en un auténtico tour de force para los intérpretes. La pieza está formada por una serie de 64 variaciones sobre un bajo de solo cuatro compases que van trazando un arco armónico (menor-mayor-menor) de perfecta simetría y de una fantasía en la invención en verdad apabullante. Thoene considera que las 37 notas que forman los cuatro compases de partida simbolizan a Cristo, ya que su monograma (XP) suma 37 según las correspondencias del alfabeto latino (X = 22, P = 15), y a partir de ahí elabora su teoría, que le hace colocar en el centro del enigma al coral luterano Christ lag in Todesbanden (Cristo yacía en los lazos de la muerte). Más allá de la mayor o menor verosimilitud de esta lectura cabalística de Bach, la monumentalidad de la chacona ha despertado desde siempre la admiración de entendidos y profanos.
La pieza puede considerarse también como una réplica de Bach a los grandes maestros violinistas del stylus phantasticus, entre los que Biber ocupa el primer puesto. Al servicio del príncipe-arzobispo de Salzburgo, Biber concibió hacia 1676 una colección de quince sonatas para violín y continuo que quería reflejar retóricamente el rito del rezo del Rosario, para lo cual trató de adaptar la sonoridad de cada una al misterio con el que se la relacionaba, y para hacerlo, Biber recurrió a la scordatura (es decir, la afinación heterodoxa de las cuerdas del violín), de tal forma que sólo la primera (La Anunciación) está escrita con la afinación ortodoxa por quintas del instrumento. Pero una vez terminadas las quince sonatas, Biber añade un movimiento extra que aparece en el manuscrito precedida de un grabado que representa al Ángel de la Guarda. En él Biber vuelve a la afinación normal, lo que alcanza un carácter profundamente simbólico: el bucle se cierra y el carácter circular del Rosario resplandece en toda su extensión. La pieza es una passacaglia construida sobre un motivo descendente de cuatro notas (sol – fa – mi bemol – re) que se desarrolla a lo largo de sesenta y cinco intensas variaciones, en las que el instrumento explota todos los recursos y las posibilidades desarrolladas por los grandes maestros del siglo XVII. Final poderoso para el ritual.