Hay prodigiosos virtuosos del piano. Hay concertistas emocionantes. Y luego está… Sokolov: carismático, colosal, magnético. Crecido frente a un teclado, el ruso Grigory Sokolov asombró al jurado del Concurso Internacional Chaikovski de 1966 ganando el primer premio. Tenía 16 años y su primer partidario, como presidente de aquel jurado, fue nada más y nada menos que otra leyenda del pianismo ruso: Emil Gilels.
Sokolov solo interpreta la música que ama, siempre en vivo y rara vez en estudio. No suele anticiparla con demasiada antelación a los teatros y auditorios que lo contratan, de modo que sus espectadores suelen adquirir los tickets de sus conciertos como quien se aventura a una cita a ciegas, lo que convierte a sus recitales en un encuentro tan entregado y expectante que roza, musicalmente, la mística. A partir de su portentosa precisión técnica, Sokolov extrae una dimensión espiritual y sonora inédita en recitales a los que se entrega con una devoción sorprendente alargándolos con la generosidad de regalarnos media docena de propinas. Su teclado, más que sobriamente perfecto, vibra de una forma sorprendentemente orgánica, celular, y nunca tan robusta como para que no percibamos el fluir de las notas y los intersticios de silencio que se ocultan tras ellas. Su “sacerdotal” entrega a la música, su negativa a entrar en estudios de grabación, su rechazo a conceder entrevistas -hasta el punto de que en un documental sobre su figura, elocuentemente titulado Sokolov, una entrevista imaginaria, el protagonista del filme no realiza declaración alguna, lo han convertido en una figura extravagante.
El pianista más codiciado de la escena vuelve a Sevilla. Aunque ya lo hayan visto, ustedes saben que un concierto de Grigory Sokolov nunca se parece a otro, aunque solo sea porque la tanda de generosas propinas que suele regalar constituyen una especie de imprevisible concierto extra. Pocos músicos comparten en escena semejante amor y pasión por la música. Déjese invadir por ella.