ANNE TERESA DE KEERSMAEKER / ROSAS.
Achterland es una pieza muy danzada. Más que eso, en ella se celebra el radiante encuentro entre los cuerpos intensos y vivaces de unos grandes músicos y unos inquietos y deslumbrantes bailarines. El placer es inmenso.
En el espacio depurado y sobrio, sobre un hermoso suelo de madera clara y lisa, los bailarines, como fuegos fatuos, nos producen el efecto de una ilusión. Tres hombres y cinco mujeres parecen dedicarse mutuamente sus proezas sin jamás pertenecerse. Música y danza se confrontan con la misma inteligencia sutil. La danza es brillante, sin barnices, implacable y precisa, fluida y eléctrica. Del soberbio dominio técnico de los cuerpos, escapan mil y un ensueños, como un constante resurgir de las pulsiones de amor y deseo.
De este modo, las cinco bailarinas se mueven provocadoras e insolentes, con un aire de cínicas lolitas. Los chicos, más solitarios y menos numerosos, perturban sensiblemente el juego femenino; persiguen a propósito los espacios que ellas han atravesado y luego abandonado.
Entre los hombres y las mujeres surge un ondear de sueños impenitentes, una oleada de deseo absoluto. En esos cuerpos que nunca se abandonan, la danza, sin embargo, no parece existir más que para el otro sexo, modelada para él, pero contra él, al lado de él, sobre sus huellas… Interiormente insatisfecho. Delicadeza e insolencia. Como en las cacerías más peligrosas, esta búsqueda electriza la agudeza de los sentidos que están al acecho. Achterland tiene algo de eso.