ALFREDO SANZOL.
Es curiosa la sensación que recorre tu cuerpo cuando te sientas en la butaca del teatro a ver una comedia: las endorfinas están a flor de piel y las ganas de disfrutar y reír afloran desde el minuto cero. La primera sonrisa es muy fácil de conseguir, y la primera carcajada tampoco tarda en apoderarse de nosotros. La sabiduría popular nos ha enseñado que hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar, y la virtud de una buena comedia está en superar esas primeras risas fáciles para crear una sensación de delirio que se reparta en los noventa minutos que dura una función como La valentía.
Escrita por un Sanzol poseído del espíritu de nuestros más ilustres autores cómicos, como Jardiel Poncela o Mihura, nos transporta a un mundo surrealista donde nadie es lo que dice ser. Tres parejas de hermanos nos hacen cómplices de una aventura sin sentido en la que el absurdo no solo es el camino sino también el destino.
Esto empieza a voz en grito. Dos hermanas discuten sobre qué hacer con la casa que acaban de heredar: una la quiere vender y la otra no. Las dos están de acuerdo en que el ruido de la autopista, que el monstruo de la civilización construyó al lado de la vivienda, es insufrible, pero una está dispuesta a convivir con él y la otra no. Así que la que no quiere vender tira por la calle de en medio para resolver el desacuerdo: contrata a dos tipos que se hacen pasar por fantasmas para asustar a la hermana. Este es el nudo de La valentía.