El mundo eslavo, poco accesible durante muchas décadas a los europeos occidentales, es, más allá de guerras y tópicos, un escenario en movimiento y apasionante. El autor, nunca solo, recorre en coche, autobuses, trenes o barcos, siete de estos países, se adentra en sus ciudades, navega por sus caudalosos ríos, se sienta a su mesa. Cuatro de ellos son católicos –Polonia, Eslovenia, Croacia y la República Checa– y beben mucha cerveza; tres son ortodoxos –Rusia, Ucrania, Crimea en medio, y Bulgaria– y se inclinan al vodka. Tienen magníficos escritores que apenas conocemos al oeste, gentes sufridoras y trabajadoras que tardan un poco en abrirse al viajero, ciudades radicalmente transformadas en pocos años, mucha historia detrás, alguna que quiere olvidarse, otra que se rescata. De todo ello se habla en unas páginas con preguntas y reflexiones, pero llenas también de descripciones incisivas sobre paisajes hermosos, a veces como en Rusia inmensos, a veces como en Eslovenia, íntimos.