Para hablar del Kintsugi o Kintsukuroi, arte de origen japonés que surge en el siglo XV y que aún hoy perdura, son necesarias más de unas líneas, sin embargo, en esta ocasión tan sólo apuntaré el dato esencial de su técnica artesanal y que consiste en reparar cerámica rota uniendo sus fragmentos, aplicándose para ello resina con polvo de oro.
En su origen, la finalidad de esta técnica era devolver a la vida útil aquellas cerámicas con poder de evocar momentos significativos. Ahora la pieza tiene un valor que trasciende a su forma material pues a alguien le pareció que debía conservarse por las implicaciones que tuvo en su propia vida.
No se ocultan sus grietas que se hacen inevitables al unir cada parte y recomponer lo que estaba roto, sino que más bien se aceptan. Cada una de sus grietas participa en la expresión abierta de la historia de la cerámica, de su vida.
Esta huella del tiempo huye del disimulo, expone orgullosa sus heridas sin pudor dotandolas de un nuevo valor recogido en sí misma, ganado por la transmutación de la pieza con el paso del tiempo, desplegándose como la flor que renace y se abre en cada primavera.
Es paradójico que el kintsukuroi siga estando de moda y más en los tiempos que corren, tiempos de usar y tirar, de selfies y postureos, de lo perfecto en apariencia, de una eterna juventud idolatrada.
En estos tiempos en los que se impostura infalibilidad ocultando la fragilidad, por otro lado, tan humana como si fuese vergonzosa bajo la máscara del éxito fugaz del like que se compra y se vende en los nuevos mercados virtuales, tiempos en los que importa más aparentar que verdaderamente ser feliz.
Sin embargo, es posible que siga despertando cierta expectación precisamente porque a pesar del carácter general de los tiempos que corren, inerte e infértil como el plástico que produce e invade los océanos, el Kintsukuroi sea ese mensaje íntimo, discreto que nos invita a acercarnos a la belleza.
Así la belleza que tanto ha preocupado y ocupado al ser humano desde tiempos inmemorables, aquella que puede llevarnos al éxtasis de felicidad con sólo contemplarla, quizás se encuentre más próxima al movimiento, a la acción, al proceso de transmutación, que a cosa dada en sí misma.
Quizás la belleza está en todas partes, quizás depende de nuestra mirada, quizás sea atemporal e inmaterial, incorpórea.
Las cicatrices en la cerámica realzadas con oro pueden llevar a pensar sobre la vida y sobre su huella en nuestra piel y en nuestra consciencia, su huella en nuestra alma a veces rota y a veces recompuesta.
El Kintsukuroi puede ser una buena metáfora de lo que significa la resiliencia humana, esta palabra tan puesta de moda y que suena muy a menudo en los medios. Palabra que implica la voluntad de no perder de vista esa luz que se llama esperanza, que se propone avanzar un poco más a cada paso y si llega el caso del tropiezo, recomponerse en cada herida y crecer renovada. Al fin y al cabo, la verdadera fortaleza que implica remontar el vuelo y resurgir con la ganancia de la experiencia que da una batalla ganada.
El Kintsukuroi puede ser en un sentido figurado un ejercicio más que necesario y al final, la prueba viva de que aún se puede arreglar lo que está roto, de que aún hay remedio, de que aún hay esperanza.
Quienes reunieron fuerzas y resistieron ante la adversidad hoy transmiten, recogen en su mirada la serenidad y profundidad de quien alcanza a ver lo que otros nunca imaginaron, tal como la cerámica irrigada con oro líquido que pasa de ser una vulgar vasija a una pieza de colección irremplazable.
Al final queda la huella del tiempo, de tu historia, la que te da un carácter particular, te hace diferente, te identifica, te hace ser quién eres, transmutando, adquiriendo forma y valor con cada toque maestro. Al fin y al cabo, estas huellas forman parte de nuestra piel, nuestra historia personal porque ¿quién eres sin memoria? Sin esta que nos acerca al autoconcepto tan ligado a la autoestima y tan oportuno para alcanzar la ansiada felicidad.
El psiquiatra Luis Rojas Marcos, quien ha ocupado años de su vida en investigar sobre la felicidad o como él prefiere llamarla la satisfacción con la vida, quien además habla a menudo de la resiliencia y de su implicación en la búsqueda de la felicidad, propone una sencilla fórmula para ser felices que consiste en detenerse y plantearse: «qué te hace sentir bien y qué vas a hacer para potenciarlo.»
Tal como el artesano que repara la cerámica con oro que luce renovada, lustrosa sus cicatrices, por qué no recogernos, darnos tiempo y enfrentarnos con la mirada puesta en el futuro, siendo conscientes del milagro que supone cada latido, también del carácter efímero de la materia, sin olvidar de donde vinieron nuestros pies y eligiendo con qué nos quedamos de aquello que vivimos.
Ahora toca preguntarse qué me hace sentir bien y qué pienso hacer para potenciarlo.
Sin duda, un me gusta con plena consciencia al arte del Kintsukuroi.
Las cosas que te hace pensar el arte.
Por Ceres Adriana García-Baquero Velasco.
Pedagoga, Lda. en Ciencias de la Educación (Universidad de Sevilla), Gda. en Bellas Artes y postgraduada en Historia del Arte.
Experta en Gestión del Patrimonio y la cultura (Universidad de Sevilla).
Docente, artista visual y redactora de contenidos en diversos medios de divulgación científica y cultural.
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Imagen:
Fotografía Kintsugi II. Autoría de Ceres Adriana García-Baquero Velasco
Referencias:
Entrevista a Luis Rojas Marcos publicada en la dirección web: www.elmundo.es/espana/2015/03/15/54f6d94fca4741b20a8b4575.html [última consulta el 01/01/2020].