La exposición “Retratos. Situaciones. Lugares”, nos trae un singular mundo de imágenes que simultanean el relato documental y el paisaje, dotadas siempre de una fuerte carga poética.
Graciela Iturbide (México, 1942) es actualmente una de las figuras más significativas del panorama artístico internacional y un referente indiscutible para varias generaciones de fotógrafos. Su obra se caracteriza por imágenes que muestran una gran sencillez, donde retratar significa participar de la vida de las personas, así como del ritmo y calidez de su gente y tradiciones.
La fotografía fue el ejercicio al que dedicó su vida, tras casarse con el pretendiente más liberal con el que pudo huir de una familia conservadora que le hubiera negado el acceso a la universidad. La fortuna le puso en el camino a Manuel Álvarez Bravo y poco tiempo después se convertiría en su ayudante. Del maestro de la fotografía mexicana aprendió sobre todo a esperar, buscar el momento decisivo en que cualquier historia digna de ser contada se detiene; del oficio, apenas unas recomendaciones para seguir correctamente las instrucciones del carrete de Kodak.
Una jovencísima Graciela vivirá la muerte de su hija de tan solo seis años. La vida de la artista se transforma entonces en un duelo que la empuja a emprender largos viajes para compartir la forma de habitar de las comunidades a las que luego inmortalizó, seguramente no para evitar la presencia de la muerte que la ausencia irrevocable de una hija provoca, sino todo lo contrario. Una de sus series más conocidas, las mujeres de Juchitán, muestra la convivencia con la comunidad zapoteca al sur de México, donde los sacrificios animales y la celebración de la vida discurren en el mismo plano de la realidad, casi indistinguibles. En Juchitán supo destilar la poderosa presencia femenina y radical de las mujeres en un México patriarcal, un enfoque de la realidad que muestra los usos y costumbres atávicos desde una visión contemporánea, en donde la muerte y la vida una vez más se entremezclan.
Graciela Iturbide es la fotógrafa del asombro en lo cotidiano, como a ella le gusta definirse. Huye de lo exótico, de la representación de la pobreza porque sí. Sus imágenes cuentan historias de vida y muerte con el conocimiento de quien convive con ambas, con un respeto a lo retratado que va más allá de lo que se deja intuir en cada una de sus fotografías. Como único propósito, contar historias y retratar la dignidad de las personas, destilando el asombro en la vida cotidiana sin perseguirlo. Su relación con la naturaleza muerta en los retratos de jardines, el retrato como experiencia para acercarse a la gente, los objetos, el mundo femenino, las fronteras culturales indígenas y, por supuesto, los rituales de fiesta y muerte, constituyen los diferentes paisajes, siempre en blanco y negro, captados por su cámara.