MaF 2021
DE EDUARDO ROSA
Hay algo en la contemplación de la soledad y la distancia, algo inmortal, porque incluso entre dos átomos, esas cosas que unen todo, existe el vacío: no un vacío o un hueco, sino el infinito lugar donde cabe precisamente todo. Hay quien piensa que puede ser llenado hasta el colapso. Por su propia naturaleza contradictoria, la inmortalidad de esa contemplación es corruptible. Puedes imaginarlo como un blanco fácil de manchar. Posee entidad divina, quizá porque es antónimo y sinónimo de sí: el vacío, como cualquier concepto, por el mero hecho de ser nombrado, existe. Sin embargo, inasible, invita a divisar huellas de su paso; deja tras de sí una perspectiva que, si la niegas, se sublima; deja de ser esencia, pero a la vez se materializa sin contorno ni forma, todo dintorno. En la mera suposición del vacío ya hay una atracción inevitable, un centro gravitacional al que no puedes sustraerte. De ahí que la soledad pueda ser percibida desde un registro sutil de separaciones, como anillos concéntricos de un árbol recién serrado al que puedes contar su edad. De repente, entre la cámara y lo contemplado, hay algo que no es la nada. Al contrario que el vacío, la distancia se puede compartir. El primero no pertenece a nadie; las distancias sí, espacios para anhelos. Somos lugares y tiempo. Punto de fuga y sucesos. Términos y esperanzas. Marcas y sueños. Emplazamiento y memoria.