LITERATURA, HISTORIA
UN RELATO SOBRE MAGALLANES DEL ESCRITOR JOAQUÍN RAMÓN PÉREZ BUZÓN, PREMIADO EN CARMONA
Por
José Cenizo Jiménez
Post #18

Hola. Fallado el XXXII concurso de cuentos y poesías "Isabel Ovín" del Ayuntamiento de Carmona (Sevilla), me comunica mi amigo el profesor jubilado de Historia y Geografía Joaquín Ramón Pérez Buzón, paisano de Paradas (Sevilla), que ha obtenido un accésit del premio de relato. Le he pedido que nos comente por qué ha escrito "El morrión de bronce", así como que nos haga partícipes del mismo. Veréis que tiene fudamento histórico y a partir de ahí se abre a la ficción, con un lenguaje sencillo y amenidad del relato. Espero que os guste. Su autor viene ganando últimamente varios premios de relato y ensayo, de los que nos hemos hecho eco en este blog. Sed felices. Foto: del archivo del autor, a la izquierda, entrega de premios.

FALLO DEL JURADO

Modalidad de POESÍAS:

1º PREMIO: «Los cielos de los hijos». Autor: Francisco Javier Gilabert Sánchez.

2º PREMIO: «Verdor tras la ceniza». Autor: Juan Francisco Andrade Bellido.

ACCÉSIT (de carácter provincial): «Pasajes». Autor: Manuel Emilio Toranzo Montero.

Modalidad de CUENTOS:

1º PREMIO: “La Poza”. Autor: Juan Manuel Sainz Peña.

2º PREMIO: “Naufragio”. Autor: Juana Ríos Ríos.

ACCÉSIT (de carácter provincial): “El morrión de bronce”. Autor: Joaquín Ramón Pérez Buzón.

JUSTIFICACIÓN DEL AUTOR JOAQUÍN RAMÓN PÉREZ BUZÓN:

Hace unos años la situación de pandemia nos privó de conocer en profundidad los avatares de una empresa prodigiosa: el primer viaje de circunvalación terrestre. Solo dieciocho hombres, de doscientos cincuenta, y un navío de cinco que salieron, completaron la vuelta al mundo entre 1519 y 1522. Para estos navegantes la supervivencia fue un auténtico milagro, por dificultades de todo tipo: unos barquitos en océanos tempestuosos e interminables, una enfermedad mortífera y desconocida: el escorbuto, enfrentamientos con los nativos y tensiones con Portugal. La prueba de que fue un golpe de suerte la tenemos en la expedición que pocos años después intentó seguir sus pasos, una flota de siete barcos al mando de Jofré de Loaísa, que resultó totalmente diezmada, falleciendo en ella Juan Sebastián Elcano.

Entonces se me ocurrió plantearme, en clave de ficción literaria, ¿qué talismán operó en aquella odisea de tres años, que permitió sortear tantos peligros? Echándole imaginación surgió este relato, que he llamado “El morrión de bronce”, en referencia al caso militar que utilizaban los Tercios españoles. Así, para uno de los marineros, el onubense Antón Hernández Colmenero, el secreto de seguir vivo estriba en un yelmo que le protege de todos los males: escorbuto, tempestades, enfrentamientos con los filipinos y los portugueses, hasta tal punto que, y esto está documentado, habiendo embarcado en la nao Trinidad, no sabemos por qué, en el viaje de regreso se cambia a la Victoria, y se salva del dramático final que tuvo aquella.

Pero el morrión había pertenecido antes a Magallanes, al que había dado también buena suerte, hasta que, en la absurda batalla de Mactán, el capitán general es destocado antes de ser acribillado por los indígenas enemigos, de manera que, en sus proximidades, es recogido por el referido Antón Hernández, que hereda así tan preciado amuleto.

Cómo llegó el casco a manos de Magallanes lo encontrará el lector en el inicio de este cuento, con el que he pretendido ilustrar el esfuerzo y valentía de aquellos navegantes, que no se doblegaban por nada.

          RELATO "EL MORRIÓN DE BRONCE":

El casco de Magallanes no era como los demás, de acero, sino de bronce. Se trataba de una pieza artística con un relieve que representaba a Atenea frenando a Ares, dando a entender que en la guerra la inteligencia debe controlar la fuerza bruta.

Magallanes lo llevaba a menudo, incluso estando en el puente de mando, cuando, taciturno y pensativo, miraba al mar como escudriñando el pasaje que le habría de llevar a las islas de las especias. Resultaba tan llamativo, que a los marineros de la nao capitana, “la Trinidad”, nos tenía intrigados: ¿de dónde lo habría sacado y por qué lo llevaba puesto en situaciones tan cotidianas?

Yo mismo, en una ocasión, tuve que entrar en su camarote para darle un aviso y me lo encontré sentado y cubierto por aquel yelmo oliváceo.

Pero a todo esto, ¡disculpad! No me he presentado aún. Soy Antón Hernández Colmenero, un marinero onubense que embarcó en la expedición que dio la primera vuelta al mundo. Aunque soy vecino de Huelva, nací en el Puerto de San Juan, de donde era natural mi padre, Alonso Hernández.

Este lugar fue fundado por el Duque de Medina Sidonia en 1468, justo el año en que nació mi progenitor. Y veinticuatro años después vine yo al mundo, precisamente en la misma fecha de la llegada de Colón a las Indias, en 1492. A don Cristóbal lo conocíamos bien en nuestra localidad, por vivir allí sus cuñados. En su segundo viaje se llevó a uno de nuestros paisanos, Mateo Morales.

Hace unos años me casé con Catalina Gómez; y nos vinimos a Huelva a vivir. Mi mujer me decía que yo era muy “curiosón”, y como cogí confianza con Duarte Barbosa, cuñado de Magallanes, le pregunté un día por la manía de nuestro capitán.

Barbosa era una persona abierta, no en vano escribió un manuscrito describiendo las costas de la India, y confidencialmente me contó que en cierta ocasión Magallanes, un poco alegre por la manzanilla de Sanlúcar, le confesó que el casco lo había comprado al llegar a Sevilla, el 20 de Octubre de 1517, en el mercadillo de la calle Feria. Le sorprendió ver entre cacharros esta pieza singular, que le gustó mucho porque parecía romana, aunque pudiera ser una obra de la nueva sensibilidad artística, que llaman “renacentista” los humanistas del momento. Particularmente le atrajo el tema representado: la templanza de la diosa de la guerra que debe controlar la ira y la agresividad bélicas, como él sabía muy bien por su larga experiencia militar en la conquista de Malaca y la campaña de Marruecos.

¿Que de dónde venía ese morrión? Ante la insinuación de si había sido robado, el vendedor le aseguró que a él se lo había traído un mesonero que estaba apurado económicamente y le dijo que el yelmo había pertenecido a un capitán de los Tercios onubense, que embarcó para Italia y se lo dejó en tierra porque se había emborrachado la noche antes, celebrando con su compañía que iban a entrar en servicio. Que el mesonero, que lo halló en el suelo, lo conservó varios años, pero que nunca volvió su propietario a reclamarlo.

“Podría haberse hecho con el cobre de mi tierra, de Riotinto”, pensé yo, entusiasmado con la historia de tan misterioso objeto.

Magallanes también le comentó a su cuñado que fue un capricho que se dio, porque por un momento pensó que le podía servir de talismán para la empresa que preparaba y para cambiar su suerte, que no había sido muy propicia en la corte portuguesa, donde fue rechazado su plan de llegar a las Molucas por Occidente.

Y le confesó que desde el momento en que lo adquirió, todo le salió rodado, pues, en palabras de Duarte: “contactó con nuestra familia, los Barbosa, que lo acogimos encantados, casándose con mi hermana Beatriz”; y sobre todo, su proyecto fue financiado por el comerciante flamenco Cristóbal de Haro y apoyado por Juan de Aranda, empleado de la Casa de Contratación, hasta que finalmente consiguió del joven rey Carlos el permiso para descubrir el paso entre el océano Atlántico y el mar donde se encuentran las Molucas, que fue bautizado por nuestra expedición como “Pacífico”.

Esto fue lo que me dijo Barbosa de su cuñado y a mí me pareció interesante, aunque nunca supuse hasta qué punto iba a cambiar mi vida, como más adelante os contaré.

De momento, vamos a seguir con las actuaciones del propietario del casco. El problema que tenía Magallanes desde el principio era la desconfianza que suscitaba el hecho de ser portugués. El rey le puso a un veedor (supervisor), Juan de Cartagena, para que lo vigilara. Además, todos los otros capitanes eran castellanos, y se limitó el número de marineros lusos que podían ir en la expedición a cinco por barco.

Él, que era una persona poco sociable, se sentía molesto con estas limitaciones, por lo que ideó una estrategia para afirmar su autoridad. Entonces cambió la ruta S.O. hacia el Sur, acercándose a las costas africanas de Guinea. Inmediatamente Cartagena le pidió explicaciones, y Magallanes le contestó que no tenía que dárselas. Esta provocación hizo que en una reunión de capitanes el veedor castellano, protestando por esa actitud, perdiera los papeles, lo que aprovechó el portugués para apresarlo por rebeldía. Los otros capitanes no esperaban la jugada, y no pudieron reaccionar. Magallanes consiguió así sacudirse el control que le habían impuesto. Ahora mandaba solo él. En sustitución de Cartagena puso como capitán de la nao San Antonio a su primo Álvaro de Mesquita.

Pero pasó el tiempo y no se encontraba el estrecho que abría la ruta a las islas de las especias. Aumentaba el descontento de la tripulación con el frío y el racionamiento de víveres. Se habían resguardado los barcos en el puerto de San Julián, una pequeña bahía. Era el momento propicio para que Cartagena convenciera a los capitanes Gaspar de Quesada, de la nao Concepción, y Luis de Mendoza, de la Victoria, para organizar una insurrección que obligara a Magallanes a compartir el poder. El plan consistía en asaltar sin violencia la nao San Antonio, dirigida ahora por Mesquita, al que arrestaron; pero salió en su defensa el maestre Juan de Elorriaga, que recibió varias puñaladas de Quesada, que le provocarían meses después la muerte.

Consumada la operación, le enviaron a Magallanes emisarios en un batel para mostrarle su superioridad, obligándolo a una negociación. Este no se alteró. Poniéndose el casco de bronce y haciendo honor a lo que en él se representa, pensó en la situación. Lo lógico, dada la inferioridad de sus recursos, sería doblegarse, ceder. Pero vio el punto flaco de los sublevados: estaban indecisos porque no estaban dispuestos a jugarse el todo por el todo. Si se sacaba provecho de ello, con astucia y velocidad, se podría invertir la relación de fuerzas.

Como esperaban que intentase recuperar la nave San Antonio, lo que hizo fue cargar sobre la Victoria. Tenía meditado cada detalle. Entretuvo a los que le habían traído la noticia para utilizar su batel. Envió al alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa con cinco hombres, secretamente armados, para entregarle una carta al capitán Mendoza. Este, confiado, la tomó en mano y cuando estaba leyéndola recibió varias puñaladas que acabaron con su vida. En ese mismo instante el bote del barco de Magallanes llegó con quince hombres dirigidos por Duarte Barbosa, que sorprendieron a la tripulación y ganaron la nave.

Ahora eran tres los navíos favorables a Magallanes, que cerraron la boca de la bahía, por donde intentaban escapar los dos sublevados, e incluso les dispararon varios cañonazos, consiguiendo su rendición. Con la velocidad del rayo había resuelto el portugués una situación que tenía perdida. ¿De dónde sacó la  inspiración para semejante jugada?

Tras un severo escarmiento y con la autoridad reforzada, continuó la travesía y  nuestro capitán halló el estrecho, aunque perdió la nao San Antonio, que desertó, volviéndose a España. Cruzó el Pacífico, llegando a un archipiélago inmenso, donde trabó amistad con el rey de la isla de Cebú, con el que quería controlar a los reyezuelos de las demás islas.

Pero en ese momento Magallanes cometió un gran error. Ante la negativa del señor de la isla de Mactán de obedecer y enviar tributos al rey de España, impulsivamente, sin meditarlo, decidió hacer una declaración de fuerza, de prestigio, y preparó una expedición de castigo. Solo con sesenta hombres frente a mil quinientos pretendía demostrar la invulnerabilidad de los españoles, valiéndose de las armaduras y armas de fuego. 

Yo fui uno de ellos. Desembarcamos en una playa llena de arrecifes, que imposibilitaba acercar la artillería. Cuando los nativos vieron que no les alcanzaban los proyectiles, se lanzaron contra nosotros arrojándonos flechas, venablos y piedras. Pronto reconocieron al capitán y lo hostigaron, destocándole el yelmo en dos ocasiones. La primera vez lo recuperó. La segunda no. Y yo, combatiendo muy cerca, lo vi en el fango y lo cogí. Busqué al comandante para devolvérselo, pero ya era tarde. Le habían hecho caer, dándole en la pierna un sablazo y luego lo acribillaron con sus lanzas.

Salimos en retirada y yo mismo me sorprendí de alcanzar los botes sin un rasguño y con el casco en la mano. Murieron siete compañeros, incluido Magallanes. Fue un desastre.

¿Cómo pudo sucederle semejante desgracia al astuto capitán? Parecía incomprensible. Pero todavía nos aguardaba otra calamidad.

A los pocos días nuestro reyezuelo aliado nos invitó a un banquete, donde nos iba a ofrecer regalos de oro para el rey Carlos. Algunos recelaron del convite. Veintisiete anunciaron que irían, confiados. Yo podía haber acudido, porque no estaba herido, pero, recordando lo que me contó Duarte Barbosa, me puse el morrión de Magallanes y vi claro que iba a ser una encerrona mortal. No sé si me autosugestioné, o en efecto, había algo mágico en aquel objeto. Lo cierto es que salvé la vida, pues todos los comensales murieron traicionados por los indios, incluido el cuñado de Magallanes, lo que sentí muchísimo.

Esta nueva tragedia nos dejó tocados. Salimos inmediatamente los que quedamos en los barcos y vagamos un tiempo sin encontrar las islas de las especias. Hubo que quemar la nao Concepción, porque ya no había suficiente tripulación. Tuvimos que piratear para procurarnos comida, secuestrando a príncipes y caballeros nativos que viajaban en bajeles.

Por fin llegamos a las Molucas, y cargamos los dos barcos de clavo y otras especias. Y he aquí que, cubierto con el yelmo de bronce, experimenté un presentimiento de que, siguiendo en la nao Trinidad, donde llevaba más de dos años embarcado, iba a padecer grandes desgracias. De modo que solicité cambiarme a la nao Victoria, con la excusa de viajar con mi paisano Juan Rodríguez, onubense como yo, y me lo aceptaron los capitanes Gómez de Espinosa y Elcano.

Poco después se detectó la vía de agua en la quilla de la nao Trinidad, que obligó a detenerla durante tres meses, mientras los de la Victoria partíamos hacia España.

Me libré entonces de una buena, porque la nave capitana inició luego un desdichado periplo intentando en vano cruzar el Pacífico y llegar a las costas americanas. Las tormentas y las enfermedades se lo impidieron. Y cuando volvieron a las Molucas, fueron apresados sus tripulantes por los portugueses, muriendo la mayoría en un transbordo de prisiones por distintos lugares, de modo que, después de tres años, de cincuenta pasajeros solo regresaron cuatro.

Tampoco fue fácil el retorno de la Victoria. Fuimos castigados por el escorbuto y la falta de víveres, que se llevó a la tumba a quince compañeros. Ante esa enfermedad mortal, en una de las ocasiones en que, aburrido, toqueteaba el morrión que fue de Magallanes, se me ocurrió que podía tomar algo de las especias que llevaba en un costal, medida que nos habían asignado a título particular a todos los tripulantes.

A pesar de ser consciente del perjuicio económico que suponía, pues el clavo valía casi más que el oro, piqué un poco cada día, de manera que al llegar a Sevilla solo me quedó un saquito y una taleguita azul de lo que fuera costal, y los situé en el castillo de proa con mi nombre. Así se documentó en la Casa de Contratación.

Supuso una merma de mis beneficios, pero puede ser que me salvara la vida, pues después del viaje se ha especulado con que el origen de esta terrible enfermedad de las travesías largas se deba a la falta de verduras en la comida.

Por último, también tengo que contaros que tuve suerte de no ser elegido para tomar tierra en las islas de Cabo Verde, donde tuvimos que hacer estación forzosa, por falta de alimentos. Los trece compañeros que se encargaron de avituallarnos fueron apresados por los portugueses, que los retuvieron unos meses, hasta que llegamos nosotros a Sanlúcar y reclamó Elcano al rey su liberación.

Después de tres años menos catorce días de travesía, la alegría de ver a nuestras familias fue indescriptible. La fortuna nos había sonreído, aunque sentíamos la pena de la pérdida de tantos compañeros.

No sé si será fetichismo, pero por si acaso yo sigo conservando como oro en paño el casco de bronce. No quiero que me pase como a sus dos propietarios anteriores, el capitán de Tercios y Magallanes, que lo perdieron o no lo consultaron en momentos decisivos. ¿Vuestras mercedes no harían lo mismo?

 

                                                                       JOAQUÍN RAMÓN PÉREZ BUZÓN

 

 

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